domingo, 8 de junio de 2008

Una hoja de un Libro de Horas- circa.1450



En una ocasión compre un libro en Filadelfia (USA) en una librería anticuaria, a través de su catálogo en Internet. Se trataba del libro “Corona Gothica Castellana y Austriaca” de Saavedra Fajardo, impreso en Amberes en 1658. Recuerdo que fue una de mis primeras compras de libros antiguos a través de la red. De la librería tenía buenas referencias. En la foto del libro que mostraba el catálogo, aparecía una hoja del libro, con un hermoso grabado de un rey godo. Leí la descripción y en ella no decía nada de los grabados. Pero la foto era la foto. Como estaba bien de precio no me demoré por temor a perderlo y lo solicité. Y mi pequeña duda se hizo una gran realidad, no llevaba grabados. “Mea culpa” por no cerciorarme bien con las oportunas averiguaciones. Me confundí para más inri en la descripción que hace el CCPBE, ya que hay dos ediciones del mismo año, en el mismo lugar, del mismo impresor, pero con diferente formato, uno con grabados y otro no. De todo esto saqué una máxima: elige con el corazón y compra con la razón. Evidentemente algo de culpa tuvo el librero, ya que erró la foto (tenia las dos ediciones). Se lo comente en un correo y el librero se sintió fatal y me sugirió reembolsarme algún descuento del precio del libro. Pero yo le dije que al final de todo el libro me gustaba, estaba completo y bien conservado. Por lo qué gentilmente le dije que me conformaba con algún detalle que tuviera a bien, tener conmigo. Una semana más tarde me llegó una carta de este librero, con el detalle. Se trataba de una hoja manuscrita de un Libro de Horas francés, de pequeño formato 12x9 cm. Nunca me han gustado los “trozos” de libros, me parecen brutales desmembramientos, tanto grabados, mapas, hojas etc. Pero bueno, tampoco sabe uno, que proceso llevó ese libro para perder sus hojas. Desestimando el peor que podamos imaginar, podemos pensar que una mala encuadernación u otros motivos lo llevo a deshacerse. En definitiva “a caballo regalado….”
En fin, ya que la tenía me dediqué a disfrutarla. Acostumbrado a disfrutar de un libro completo, parece que una hoja se te queda corta, y si está escrita en latín, aun más. Esta hoja reúne una serie de plegarias y rezos, aunque en este caso el contenido, no es lo más importante. Pero cuando se trata de una hoja de, posiblemente, los años anteriores a la imprenta, o al menos de aquella época en que convivieron manuscritos e incunables la observas con detenimiento y te vienen a la cabeza infinidad de matices. Observas el soporte, es decir el pergamino. Muy bien trabajado, es decir raspado y alisado de tal manera que resulta difícil saber, cual es la parte del pelo y cual la de la carne. Tiene las marcas propias del tiempo y el uso, como el oscurecimiento un poco grasiento de la esquina inferior exterior, que indica por donde se tocaba la hoja para pasar página. Observas el delicado pautado que queda marcado en la piel con unas leves líneas, que actualmente un “rotring” del 0,05 difícilmente igualaría. Luego observas las letras y descubres la infinita habilidad del amanuense. Cada letra es perfecta, todas son del mismo tamaño, de la misma intensidad.


Es imposible distinguir cuando el escribano recargaba la pluma con un zambullido de tinta. Arte sublime. Posiblemente superaba los primeros ejemplares incunables, exceptuando a la Biblia de 42 líneas de Johannes Gutenberg, que nació perfecta. Luego me fascina el efecto contrario al que se observa en la imprenta. En la imprenta podemos apreciar visualmente y al tacto la impronta que dejan los tipos al presionar sobre el papel. Aquí, en el manuscrito, y sobre todo en las letras capitales que están escritas con tinta azul y roja se aprecia el volumen, el relieve de la tinta seca.




Si las miramos con una lupa, incluso se ven los gránulos del pigmento mal molido, aglutinados sobre el pergamino. Para mi estos pequeños detalles hace que prefiera un pequeño trozo de original al facsímil completo del Libro de Horas de Isabel la Católica. Es una opinión personal que no implica un menosprecio a los facsímiles de las grandes obras medievales, que sin ellos no llegarían a divulgarse entre el público, aun a pesar de su elevado precio.

En definitiva un gozo para los sentidos. Aunque me quedé con la última frase del manuscrito, poniéndome en el lugar de la persona que lo leía, allá por el siglo XV, sientes cierto escalofrío. “ab hoste maligno defende me”.